54. Jahrgang Nr. 3 / März 2024
Datenschutzerklärung | Zum Archiv | Suche




Ausgabe Nr. 8 Monat Oktober 2004
La posizione teologica dell'Unione Sacerdotale Trento (nel Messico)


Ausgabe Nr. 11 Monat december 2005
Jesús, Señor en Tu Nacimiento: Bendita seas entre todas las mujeres (Lucas I, 28 y 42)


Ausgabe Nr. 11 Monat december 2005
HABEMUS PAPAM?


Ausgabe Nr. 11 Monat december 2005
La libertad religiosa, error del Vaticano II


Ausgabe Nr. 11 Monat Februar 2006
Autobiografia I


Ausgabe Nr. 4 Monat April 2003
La silla apostólica ocupada


Ausgabe Nr. 2 Monat Mars 2002
Alla ricerca dell’unità perduta


Ausgabe Nr. 2 Monat Mars 2002
In Search of lost unity (engl/spa)


Ausgabe Nr. 8 Monat December 2002
La sede apostolica


Ausgabe Nr. 7 Monat Diciembre 2001
Jesus Lord at thy birth/Nacimiento (Eng/Esp)


Ausgabe Nr. 7 Monat Diciembre 2001
LA IGLESIA CATOLICO-ROMANA EN LA DIASPORA


Ausgabe Nr. 2 Monat Juni 2000
¿DONDE ESTAMOS?


Ausgabe Nr. 2 Monat August 1982
ERZBISCHOF PETER MARTIN NGO-DINH-THUC


Ausgabe Nr. 13 Monat September 2007
Declaratio


Ausgabe Nr. 13 Monat September 2007
Dichiarazione


Ausgabe Nr. 12 Monat Decembre 1982
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LAS CONSAGRACIONES EPISCOPALES


Ausgabe Nr. 12 Monat März 2008
Apostasía y Confusión


Ausgabe Nr. 13 Monat April 2008
LA VALIDEZ CE LOS RITOS POSTCONCILIARES CUESTIONADA


Ausgabe Nr. 13 Monat April 2008
BIBLIOGRAFIA: VALIDEZ CUESTIONADA DE LOS NUEVOS RITOS POSTCONCILIARES


Ausgabe Nr. 14 Monat Mai 2008
EL PROBLEMA DE LA RESTITUCION DE LA JERARQUIA CATOLICA


Ausgabe Nr. 14 Monat Mai 2008
EL PROBLEMA DE LA RESTITUCION DE LA JERARQUIA CAT. 1.Cont


Ausgabe Nr. 12 Monat März 2008
REPLICA AL ARTICULO 'APOSTASIA Y CONFUSION'


Ausgabe Nr. 15 Monat Juli 2008
DICTAMEN SOBRE UNA ELECION PAPAL EN LAS PRESENTES CIRCUNSTANCIAS


Ausgabe Nr. 13 Monat Diciembre 2009
Estado de emergencia: afianzado en cemento


Ausgabe Nr. 5 Monat Juni 2020
Los errores del Vaticano II y su superación gracias al conocimiento de Cristo como Hijo de Dios


Ausgabe Nr. 5 Monat Oktober 2023
Declaratión del año 2000


Ausgabe Nr. 3 Monat März 2024
Mi encuentro con Su Excelentísimo y Reverendísimo Arzobispo Pierre Martin Ngô-dinh-Thuc


Ausgabe Nr. 3 Monat März 2024
Il mio incontro con S.E. l´Arcivescovo Pierre Martin Ngô-dinh-Thuc


Autobiografia I
 
„Misericordia Domini in aeternum cantabo“

Autobiografía de Monseñor Pierre Martin Ngô-dinh-Thuc, arzobispo de Hué

Traducción de Alberto Ciria

„Misericordia Domini in aeternum cantabo“. Con esta alabanza de los profetas comienzo la historia de mi alma. Que estas memorias animen a otras almas a recurrir a esta misericordia divina para convertirse y santificarse.
Mi insignificante vida espiritual se parece a un tejido cuyos hilos son los rayos de esta misericordia. Pues la misericordia de Dios, que desde la eternidad entera se ha dignado a echar una mirada a este átomo que es mi alma y a decidir que ella salga de la nada, jamás ha cesado de rodearla de Su misericordia, de rodearla aún más estrecha y firmemente cuando esta miserable nada trata de escapar de los lazos tan tiernos del novio de mi alma.
Tal vez otras almas puedan volverse con razón al amor de Dios, para amarlo y adorarlo: almas vírgenes, almas contemplativas, almas que huelen a santidad, según el modelo de Querubín y Serafín. Almas como las de las dos Teresas, como la de San Juan de la Cruz, la de Luis de Gonzaga, la del Padre Pío.

Ellas tienen el derecho a hacerlo. Pero por cuanto respecta a mi alma pecadora: ella sólo puede ofrecerle a Dios lágrimas, como Magdalena, y cantar en este mundo y en el otro la misericordia de Dios.
El buen Dios, el muy misericordioso, para darme tiempo para arrepentirme, me ha concedido una longevidad y una salud que no se encuentran en mi familia.

Con más de ochenta años, sin haber estado gravemente enfermo, dotado de una inteligencia que tanto en el Seminario Menor como en las facultades católico-romanas y en la Sorbona me hizo ganar concursos, la misericordia de Dios me ha dejado el tiempo y los conocimientos tanto religiosos como profanos, que me ayudaron en mi conversión.
Soy vietnamita: esta procedencia explica mi carácter. Así como el hecho de ser francesa permite comprender la santidad de la pequeña Santa Teresa de Lisieux, y el de ser castellana caracteriza a la gran Teresa de Ávila.
¿De dónde viene esta raza vietnamita, si se puede creer los anales milenarios de los chinos, que siempre fueron nuestros enemigos? Los viets ocupaban la comarca que hoy constituye Pekín, por la que discurre el gran Río amarillo. Los chinos penetraron en esta tierra muy fértil, donde las estirpes de los viets hallaban el cómodo sustento de su vida.
Contra estos enemigos, que se multiplicaban rápidamente, los infinitamente menos numerosos viets comenzaron una lucha fatal y desigual, que perdieron. Pero los viets ofrecieron una resistencia incesante –en la que fueron desplazados hacia el sur–, y su última capital, en territorio actualmente chino, fue Cantón.

Cuando Cantón fue ocupada por los „celestes“, los viets hallaron un territorio favorable para la defensa: un desfiladero que en lo sucesivo se llamó las Puertas de Annam, donde cerraron el camino a los chinos. Más tarde, los chinos lograron romper las Puertas de Annam, y ocuparon el delta del Río amarillo, donde fue edificado Hanoi, y eso a lo largo de casi mil años.
Los viets jamás perdieron el coraje, y lograron expulsar a los chinos, gracias al arrojo heroico de las dos hermanas Trung-trac y Trung-schi, que en esta batalla heroica perdieron su vida. Pero, enardecidos por este ejemplo de las mujeres vietnamitas, los viets llevaron el empeño de estas dos hermanas hasta su fin: los chinos perdieron definitivamente Vietnam, los vietnamitas se esforzaron política y diplomáticamente por aceptar una especie de vasallaje bajo el soberano chino, entregándole en ciertos períodos algunos regalos característicos de nuestro país.
Pero tenemos que reconocer que la ocupación china milenaria fue ventajosa para Vietnam.
Así, fue ventajosa la subdivisión del territorio estatal en provincias, prefecturas, pueblos, tal como estaba subdividido el Imperio del Medio [China], pero con la diferencia específica por cuanto respecta al pueblo. Pues el pueblo de viet es una pequeña república, y trata al Estado como un Estado trata a otro. Cuando el Estado imponía al pueblo una contribución para la guerra, tanto en dinero como también en hombres, los nobles del pueblo dividían la aportación en dinero de cada habitante del pueblo, y decidían a los jóvenes que debían ser reclutados para la armada real. Había un proverbio que expresaba la relación entre el Estado y el pueblo: los decretos del rey se doblegan ante las costumbres del pueblo. El alcalde (Ly-trûûong) no era el jefe del pueblo, sino el representante del consejo del pueblo ante las autoridades superiores. Él recibía los golpes de vara cuando las autoridades estaban descontentas con el pueblo.
Los miembros del consejo del pueblo eran primero los habitantes del pueblo que ostentaban un título de mandarín (los antiguos mandarines); luego los letrados, que habían aprobado los exámenes de tres años para bachiller, licenciado y doctor; y finalmente los ciudadanos más influyentes en cuanto a riqueza.
Este consejo, en el que estaba representada prioritariamente la inteligencia y no la riqueza, distribuía en partes iguales los campos de arroz entre los ciudadanos. Pues, cada tres años, se llevaba a cabo esta distribución de lotes de igual extensión pero desigual fertilidad. Los ciudadanos sólo eran propietarios de los campos que ellos mismos habían roturado, mientras que los campos propios de la comunidad los había roturado en la fundación del pueblo un hombre emprendedor, que tras haber adquirido una „tierra de nadie“, había reclutado voluntarios para trabajar con ellos y fundar un nuevo pueblo.
Éste es un hecho social que pone de manifiesto el espíritu de independencia de los viets frente a las autoridades superiores, donde aquéllos mantenían al mismo tiempo relaciones de amistad con los últimos: como entre dos Estados. Es patente que todo esto lo ha borrado el igualitarismo moderno nivelante. ¿Era aquello mejor o peor? El antiguo sistema, cuanto menos, estaba a la altura del moderno, pues tenemos dos tipos de propiedad: la común y la privada. Teníamos la distribución cada tres años, sin la intromisión de un Estado totalitario.

La independencia del ciudadano halló un ámbito en el que podía respirar sin, no obstante, renunciar por completo a las ventajas de un Estado totalitario. Esta sed de independencia corre por la sangre de los vietnamitas, y explica esta lucha milenaria contra los chinos, y luego contra los franceses, pero obteniendo provecho al mismo tiempo de las ventajas de las instituciones chinas y de la cultura francesa. Nuestra familia siempre estuvo a favor del sistema del dominio británico entre Vietnam y Francia. No pudimos realizar este sueño, que hubiera hecho de Francia un Estado dirigente, como lo era Inglaterra para Canadá, Australia y Nueva Zelanda, y que nos hubiera posibilitado tratar como iguales a los Estados Unidos, la Rusia soviética y Gran Bretaña.
Es decir, el viet es partidario de una independencia personal, garantizada por una independencia frente a otros Estados. El viet es, sobre todo, patriota, ya sea comunista o anticomunista. Ho-chi-Minh y Ngô-dinh-Diém son viets de la cabeza a los pies.
Desde el punto de vista cristiano, obedecemos a la Iglesia romana, especialmente en la clase de los simples fieles, pero en la clase intelectual concedemos la unanimidad en el ámbito de los dogmas de la fe, pero con pluralidad en las esferas que no conciernen al dogma.
Esto explica en cierta manera mi aversión a los entrometimientos del Vaticano para imponer elementos litúrgicos como derecho canónico: en una palabra, la nivelación de todas las particularidades que hay en la cultura. Al fin y al cabo, la cultura es la obra del buen Dios, que ha encontrado agrado en la unidad y también en la pluralidad: Dios mismo es uno y trino. Todo hombre tiene su propio rostro. La pluralidad es el ornato del universo. ¿Por qué se debe prescribir un único modo de celebrar la Santa Misa, que consiste exclusivamente en la consagración? Y prescribir eso, bajo multa de suspensión e incluso de excomunión, ¿no es un abuso de poder? ¿Habría excomulgado un Pedro a un Pablo de Tarso, por haber consagrado obispos sin haber informado a Pedro?

El Vaticano inventa prescripciones para reprimir toda particularidad litúrgica o canónica de las Iglesias locales. Quiere uniformidad en todas partes, sin pensar que las particularidades litúrgicas de las Iglesias orientales proceden del tiempo de los apóstoles, sin pensar que cada pueblo tiene sus características, que son tan dignas de consideración como las de Roma. He aquí algunos ejemplos: para los romanos, como señal de respeto, uno se levantaba, mientras que en Vietnam uno se arrodilla. El romano extiende sus brazos en oración, mientras que el vietnamita junta sus manos para rezar. Los europeos dan la mano en señal de amistad o como saludo; los asiáticos, chinos, vietnamitas, juntan sus manos e inclinan la cabeza: la inclinación será tanto más profunda cuanto más respetable sea aquel a quien se saluda.
En lo esencial, la Santa Misa consiste en la transubstanciación de las formas. Las otras partes, en caso extremo o en una situación de emergencia absoluta, pueden omitirse. Éste es el caso de los sacerdotes presos, que celebran la misa en la oscuridad de una celda, para administrar la comunión a sí mismos y a sus compañeros de presidio.

En la Última Cena, Jesús consagró según la costumbre judía de la Fiesta de Pascua. Hoy el sacerdote consagra de pie y se inclina para comulgar. ¿Por qué? Pues se come sentado. Los japoneses comen sentados sobre sus talones. Los hindúes, para comer, están sentados en el suelo, y la comida está extendida sobre hojas de plataneros. Los chinos y los viets comen con palillos. Lógicamente, uno podría sorprenderse de que Pablo VI condene a quienes celebran de otro modo, por ejemplo conforme a la liturgia de San Pío V. Con esta lógica, tendría que haber podido condenar la primera Misa que Jesús celebró.
Ahora bien, después del Vaticano II, se predica oficialmente la pluralidad para las cuestiones accidentales y la unidad sólo en las cosas esenciales. Las jerarquías japonesas, hindúes, son reforzadas en el ajuste de la Misa a sus particularidades nacionales. La indignación la provoca sólo la Misa de San Pío V.
Me he pronunciado sobre este caso particular, no sólo a causa de la injusticia de la condena, sino especialmente porque la medida no sirve de nada, tanto más cuanto que no se atreven a aplicar la misma prohibición no sólo a las liturgias orientales, sino tampoco a las liturgias milanesas de San Ambrosio, a la liturgia dominicana, la mozárabe y la de Lyon. ¿Será que, en esta consideración respetuosa, me empuja este anhelo de los viets de independencia? Cerremos este paréntesis y estudiemos las circunstancias que fueron decisivas para mi futuro.

El primer círculo de estas circunstancias es la familia, una familia de raza viet, y católica al modo vietnamita, que consiste en ayudarse sin esperar una ayuda problemática de los demás. De este modo sobrevivió la Iglesia vietnamita cuando la persecución de los reyes la expolió de sacerdotes extranjeros. Algunos que habían huido a los bosques apoyaron a los cristianos, que por aquella época se consideraban privilegiados si dos o tres veces en su vida podían ir a los sacramentos.
Las pequeñas comunidades cristianas vietnamitas (parroquias) estaban dispersas a lo largo del territorio viet, desde la Puerta de Annam hasta el „Pointe den Camaní“. He aquí su organización pensada para sobrevivir: en aquella época, se elegía a los viejos cristianos, que conocían mejor que los demás los dogmas de la fe, a quienes los misioneros, que constituían el estado mayor de la parroquia, llamaban catequistas. Su superior controlaba las acciones de los grupos responsables de la supervivencia y el progreso de las comunidades cristianas. Uno estaba encargado del adoctrinamiento de los niños en la fe, y les preparaba para la comunión (cuando pudiera tener lugar). Otro se ocupaba de visitar a los enfermos y de prepararlos para la muerte. Otro preparaba y dirigía los cantos, las oraciones, la lectura del evangelio y de las epístolas, en las misas sin sacerdotes, como hacemos en la comunión espiritual.

¿Cómo hallar el dinero necesario para el culto, para construir la pequeña capilla de paja, para los viajes y el recibimiento del misionero, para alimentar a los candidatos a sacerdotes, que eran elegidos en el consejo de la comunidad de cristianos? El seminario consistía de un junco, en el que vivía el único profesor: el misionero que por las noches enseñaba algo de latín, suficiente para decir las palabras de transubstanciación y las de los sacramentos... De día, los seminaristas se convertían en pescadores, para alimentar a la comunidad.
Una vez que se había terminado esta formación, se los mandaba al extranjero, a Siam o a Ponlo-Pinang, el Seminario general de las misiones extranjeras de París, para que recibieran allí las consagraciones. Así transcurría la institución de los sacerdotes seculares indígenas, fomentados por los viets, movidos por su instinto de independencia, por su anhelo de ayudarse –far da se–, sin aguardar una ayuda milagrosa del extranjero.
Así pues, la organización de la parroquia vietnamita a cargo de seglares desprovistos del sacerdote, era lo que Roma llamaba „Acción católica“, y de lo que se gloriaba de haber creado bajo el pontificado de Pío IX y Pío XII, siendo que, después de todo, era ya conocida y practicada por el apostolado de los gentiles, que estaba formado no sólo por sacerdotes, diáconos y obispos, sino también por seglares, hombres y mujeres, y eso 300 años antes de que los dos Papas Pío lo hicieran revivir. Exactamente igual que el establecimiento de un clero indígena.

Estos dos pilares de la evangelización que los viets inventaron, son un ejemplo de la inteligencia de este pueblo, a quien la Santa Sede trató como a un componente insignificante de la Iglesia, y eso llegó hasta el punto de conferirles una jerarquía oficial y un cardenal sólo después de haber concedido estas distinciones a otros países que, en cuanto a fe, número de clérigos y de mártires indígenas eran superados –por mucho– por el Vietnam católico. Pero, pese a todo, me sorprendió un poco que el buen Papa Juan XXIII, cuando en calidad de decano le presenté a diez jerarquías de Vietnam, me preguntara: „¿Qué Vietnam es éste?“ Y Juan XXIII era el vicario de Aquel que, hace 2000 años, declaró: „Yo conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen.“

Por eso uno no debe sorprenderse de la animadversión de Pablo VI hacia nuestra familia, y especialmente hacia mi persona, que llegó al punto de que me impusiera la renuncia a mi cargo arzobispal antes de la edad de jubilación fijada para los obispos, nombrando para tal cargo a uno de sus predilectos, que propendía a la política de la „apertura al Este“. A éste, poco antes, sus antiguos amigos comunistas lo habían tratado como persona non grata, cuando se atrevió a alzar su voz contra los obstáculos que los comunistas ponían para visitar la Misa del domingo, imponiendo a los católicos trabajos públicos de servidumbre a la hora de la Misa. Y para hacerle sentir la ruptura, los comunistas no le permitieron participar en el Sínodo de 1977 junto con los otros arzobispos vietnamitas.
Otro arzobispo vietnamita fue condenado por los comunistas: mi sobrino, el arzobispo F. X. Nguyên-vân-Thuân, coadjutor de Saigón. Lleva la vida de un prisionero en un rincón perdido del bosque del sur, porque ayudó a fugitivos a que se asentaran en el sur, cuando la Santa Sede le había encargado a él el Socorro Católico. Sin embargo, ésta protesta contra Brasil, pero se calla en el caso de mi sobrino.


* * *


Educado desde mi nacimiento en esta atmósfera vietnamita del catolicismo luchador, asumí sin dudarlo el sacerdocio como mi puesto de combate en este mundo, sin importar qué puesto, sin importar qué muerte. Por eso no tengo derecho a protestar de ser hoy un arzobispo, un ex-excomulgado, que puede leer todos los días la Santa Misa, pero que, ilógicamente, no tiene el permiso para escuchar las confesiones de los fugitivos vietnamitas que no están en condiciones de confesarse en francés.
Éstas son las condiciones raciales y religiosas. Y ésta es la atmósfera familiar de la que la providencia me rodeó.

Yo soy un Ngô. Ngô es uno de los patronímicos en Vietnam. Creo no equivocarme si afirmo que el número de los patronímicos viets no rebasa los cien. El nombre con mayor número de descendientes es Nguyên, cuya rama más numerosa es la familia real. La rama con el menor número de miembros es la mía. Según la leyenda, los Ngô son descendientes de la primer familia real indígena en el Vietnam independiente. Esto tal vez explique un poco nuestro patriotismo y nuestro apego a nuestra tierra.
Aparte de la leyenda de nuestra procedencia real, no ha aparecido ningún otro Ngô en la historia de Vietnam, hasta la aparición brillante, pero trágica, de nuestra familia.

Ningún vietnamita olvidará jamás el nombre de Ngô-dinh-Khâ, mi padre, que murió mil muertes por no haber votado, junto con los demás dignatarios de la corte, por la deposición del emperador Thanh-Thai, forzada ilegalmente por el representante de Francia en Annam (Vietnam Central); el nombre de nuestro primogénito Ngô-dinh-Khôi, que fue enterrado vivo con su único hijo, porque se había negado a ser ministro en la presidencia comunista, porque le parecía incompatible ser católico y funcionario comunista. Antes morir que ensuciarse. Por último, todos los vietnamitas conocen y respetan el nombre de Ngô-dinh-Diêm, el padre de la República de Vietnam, y el de Ngô-dinh-Nhu y Ngô-dinh-Cân, colaboradores del presidente, asesinados todos ellos por la CIA.

Dos Ngô escaparon de esta matanza organizada por el embajador Cabot Lodge, un masón: mi hermano Ngô-dinh-Luyên, por aquel entonces embajador en Londres, que venía de la Ecole Centrale des Ingénieurs (París): porque se encontraba lejos de Vietnam, y yo mismo, llamado a Roma para participar en el Concilio Vaticano II. Luyên tiene trece hijos y Nhu cuatro. Espero que, a pesar de estar tan lejos de la patria, pues al fin y al cabo ambos viven en Europa, no olvidarán la tradición de nuestra familia: consagrarse por entero al servicio de Dios y de la patria.
Hago aquí un breve incisio: ¿qué significa esta palabra „dinh“, intercalada entre Ngô y el nombre personal, como Diêm, Thuc? Esta palabra designa la rama de la familia, pues existe Ngô-dûc, sin „intercalado“, como el rey Ngô Guyên.

Mi padre Ngô-dinh-Khâ, cuya infancia y adolescencia fueron expuestas ya en Doce me [es decir, en la Biografía breve], merece ser conservado en la memoria como el hombre que trabajó primero por introducir el aprendizaje del francés en el Vietnam Central. Lo hizo por patriotismo. En aquella época, los franceses gobernaban prácticamente Annam. Pero tras los acuerdos entre Francia como vencedor, y los emperadores vencidos de Vietnam, Annam debía „disfrutar“ del estado de protectorado, y no convertirse en colonia, lo cual había sido el destino de la rica Cochinchina, cuyos habitantes eran „súbditos“ y no „ciudadanos“ franceses. Pero Annam era gobernado prácticamente por el gobernador de Francia, que, en calidad de ministro del rey, imponía a sus domésticos, que hablaban un „sabir“, un francés mal hablado que habían aprendido en el servicio de cocinas con sus amos. Así pues, mi padre concibió el plan de enseñar „el francés correcto“ primero a los vietnamitas formados, y luego a los jóvenes vietnamitas de procedencia real. Para ello, fundó el Collège national en Vietnam: Quöo-hoo. Una aventura un tanto alocada: en respuesta a su petición, los padres „nobles“ le dieron sólo a los hijos de sus concubinas, y el tenía que „pagar“ a estos alumnos. ¡Luego se convirtieron en ministros!
Así, los hijos de las concubinas de la última clase de los retoños reales pasaron a ser los „intelectuales de la cultura francesa“, como doctores en medicina, dentistas, abogados, altos funcionarios. Gracias a estos hombres instruidos por mi padre, mis hermanos, el primogénito Ngô-dinh-Khôi, y el futuro primer presidente de la República de Vietnam del Sur, fueron fomentados y ascendieron con facilidad los peldaños del rango de mandarinado.
Mi padre fue escogido para ser educador del joven rey Thânh-Thâi, y más tarde ministro de la casa del emperador. Estos honores fueron causa de pruebas terribles para mi padre, cuando el gobernador general de Francia en Vietnam Central, el Sr. Levêque, excediendo las potestades contenidas en el contrato francés-vietnamita, decidió destronar a Thân-Thâi bajo el pretexto de locura. Pues este joven rey, inteligente y activo, no podía conformarse sólo con la prerrogativa de nombrar los genios titulares para los pueblos, y tuvo la idea de „militarizar“ a sus numerosas concubinas, enseñándoles los pasos militares y mandándoles hacer maniobras con fusiles de madera. Todo esto sucedía en la Ciudad prohibida, es decir, fuera del campo visual del pueblo vulgar.

El gobernador Levêque mandó convocar ilegalmente a los mandarines de la corte, y les mandó votar unívocamente por la deposición del soberano. Los mandarines obedecieron como esclavos, con excepción de mi padre. Condenado con la desposesión de todos sus títulos de mandarín, mi padre fue encerrado en la cárcel, y el rey fue exiliado a Madagascar. En vista de este abuso de poder y de la cobardía de la corte, el pueblo vietnamita proclamó que Ngô-dinh-Khâ era el único que se oponía a la deposición del rey. El destierro de mi padre sólo fue levantado con la mayoría de edad del Emperador Duy-tân, uno de los hijos de Thân-Thâi, que devolvió a mi padre sus títulos y sus derechos de pensión de jubilado.
Creo que aquí tengo que contar cómo el gobernador de Francia eligió al nuevo rey. Hizo que los numerosos vástagos varones de Thân-Thâi se pusieran en una fila, les mandó hacer una carrera y prometió una recompensa para el vencedor. Y el que llegó el último fue escogido como rey por el gobernador, que pensaba que aquél sería el menos inteligente. Pero en ello se equivocó tremendamente, pues este joven fue el futuro Duy-tân, enemigo acerbo de Francia, que estuvo a punto de expulsar a los franceses con ayuda de los „voluntarios“ que estaban destinados para luchar en Francia. Pero este complot fracasó gracias a mi hermano Ngô-dinh-Khôi.

Liberado de la prisión, tras una larga enfermedad, mi padre tuvo que pensar en encontrar el arroz diario para su numerosa familia: para seis hijos y tres hijas. Era un mandarín de un honor estricto, y la enfermedad consumió sus pocos ahorros. Por eso decidió cultivar algunos arprendes [medida agraria francesa, entre 42 y 51 áreas] que poseía en el pueblo de Ancûn, no lejos de Hué. Aún veo a mi padre acompañado de uno de sus hijos o una de sus hijas, recorrer a pie, con un par de sandalias de madera que él mismo se había hecho, los seis kilómetros hasta sus campos de arroz, para vigilar allí la transplantación del arroz, el riego con ayuda de una noria de pedales, y luego la cosecha. Cuando estaba cansado, nuestro padre se detenía en el camino, a la sombra de una espesura de bambús, y con un cigarrillo que él mismo había liado nos contaba historias interesantes sacadas de la Biblia o de libros de oraciones, editados por los hermanos de las escuelas cristianas. Pues mi padre era un narrador nato, y gracias a este don se merecía fumar algo cuando era seminarista en Anninh y sus compañeros le pedían contar o inventarse una historia. En aquella época, pedía como recompensa algunos cigarrillos, y entusiasmaba a los oyentes con historias salidas de su imaginación.

Vivíamos pobre, pero decentemente. No sé cómo mi padre consiguió darnos una casa de un piso, en aquel tiempo algo raro en Vietnam, rodeada de un gran jardín. Mi padre, que padecía de un reúma agudo, causado por el clima húmedo de Hué, había añadido a la planta baja un piso no muy elevado, y nos hacía dormir allí, para preservarnos de la humedad, sobre una estera extendida en el suelo. De este modo, todos los jóvenes de la familia crecieron fuertes.
El programa de los días de la semana era siempre el mismo. Por la mañana, despertarse a las seis, al sonido de la campana de la catedral de nuestra parroquia Phu-cam. Los niños y las niñas corrían a la cocina para hacer las abluciones, y se vestían la túnica, que llegaba hasta las rodillas (nuestra ropa de ceremonia), y seguían a nuestro padre en la Santa Misa: todos se ponían de rodillas a su lado. Nuestro padre tomaba parte con los ojos cerrados y las manos juntas, pero éstas siempre estaban dispuestas a dar sacudidas a los niños si se mostraban distraídos. Iba diariamente a la Mesa del Señor, acompañado de aquellos de entre sus hijos que habían hecho la Primera Comunión. No faltaba prácticamente nunca a la Santa Misa, ni siquiera con mal tiempo, y despertaba en nosotros una profunda devoción para esta renovación del sacrificio en la cruz, contándonos a menudo una historia que me parece que era una de las leyendas doradas y que repito ahora: un señor tenía dos pajes, de los que uno era su favorito. El otro cometió algún tipo de fallo del que el señor decidió que merecía la muerte. Pero pensó en hacer que muriera de modo secreto. Con esta intención llamó a sí a un hombre adicto a sus intereses que poseía un horno de cal, y le ordenó echar ahí al día siguiente al paje, que iría a llevarle una noticia. Y al día siguiente llamó al paje condenado, le dio un sobre con la orden de entregarla al calero. El paje se apresuró a cumplir la orden, pero a mitad de camino escuchó que en la capilla que había en su camino tocaban a misa. Y como recordó el consejo de sus padres de no faltar nunca a misa, entró y participó devotamente del Santo Sacrificio. Pero el señor, que quería saber a toda costa si el asesino había cumplido su orden, mandó a su paje predilecto a que preguntara, y cuando el verdugo vio venir al mensajero, lo agarró y lo echó al horno.

Después de la misa íbamos a casa a tomar el desayuno, que preparaba nuestra madre: una bandeja de arroz condimentada con sal. Luego íbamos a la escuela con la cartera a las espaldas. La comida del mediodía era más consistente, pero simple: arroz en lugar de pan, y una sopa habitual de pescado. La carne estaba reservada para los domingos y días de fiesta; verdura, de cuando en cuando una fruta de postre, una fruta del jardín: piñas, ciruelas, carambolas. La cena consistía de un único plato, pero aun cuando a menudo no hubiera calidad ni gran número de comidas, jamás faltaba en cuanto a cantidad. Mi madre, una excelente cocinera, hacía verdaderos milagros para alimentarnos y confeccionarnos un menú variado de comidas. Mi padre era en este punto estricto: se comía todo lo que llegaba a la mesa. Mi hermano Diêm, que no podía aguantar el pescado, era obligado a comerlo con los demás, aunque le provocaba náuseas. Esta alergia al pescado, especialmente al pescado salado, fue el motivo por el que tuvo que renunciar, para su mayor lamento, al noviciado entre los hermanos de las escuelas cristianas, pues el hermano rector del noviciado declaró que no tenía vocación espiritual, puesto que no podía someterse a la comida común. Por la tarde a las 8 después de la cena, niños y niñas rezábamos de rodillas las oraciones vespertinas. Luego dormíamos sobre nuestro suelo, adormecidos por el Padrenuestro y el Avemaría que cantaban nuestro papá y nuestra mamá.
Si nuestro padre era la rectitud misma: una barra de acero, nuestra madre era la ternura y la indulgencia, pero también sin la menor concesión al mal. Era la caridad personificada, la modestia cristiana misma. No era, como se dice, „sermonera“, pero sus virtudes eran el discurso más convincente sobre la bondad del cristianismo. Nuestra familia tenía numerosos empleados domésticos, todos ellos se convirtieron y permanecieron buenos cristianos.
Mi madre pertenecía a una familia pequeño-burguesa que procedía de Quang-ngâi, más allá de Tourane, en dirección al sur. Viniendo de una familia numerosa, dos niños y tres niñas, había asumido el papel de señora de casa ya en los tiempos cuando vivía nuestra querida abuela, y esta función le había sido transmitida por su inteligencia y, especialmente, por su ternura. Sus hermanas estaban apegadas a ella. El Padre Allys, párroco de nuestra parroquia Phû-cam. la conocía, y cuando mi padre, viudo de un enlace anterior, pidió a este Padre que le nombrara una esposa, el párroco propuso a nuestra madre. Su saber hacer hizo de ella la digna esposa de un ministro de la corte, madre del primer presidente de la República de Vietnam del Sur.
Las virtudes cristianas de nuestros padres eran la única herencia que nos quedó, una herencia infinitamente más valiosa que títulos nobiliarios y valores monetarios, puesto que nos pone en posesión del cielo: „haeredes Die et cohaeredes Christi“.

En sus últimos años, nuestra madre fue afligida por una enfermedad que le respetó sus fuerzas espirituales, pero que le privó de la movilidad de los miembros inferiores. Unos diez años se vio obligada a vegetar sobre una cama. De este modo tuvo todo el tiempo para prepararse para la muerte. En aquella época yo me había convertido en obispo de Hué, es decir, el obispo de mi madre. Tenía el privilegio de administrarle cada mañana la Santa comunión, a eso de las 7. Murió en Saigón, en casa de mi hermana, madre del coadjutor del obispo de Saigón. Mi madre no llegó a saber nada del asesinato de mis hermanos. Subió al cielo una mañana, después de haber recibido, como era habitual, la Santa comunión, a causa de un derrame cerebral a la edad de más de 96 años. A su entierro fue un gran número de asistentes, que la habían apreciado en vida.
Con mis hermanos vivíamos en esta atmósfera de „Nazareth“, es decir, de „fe“, en una „dorada“ mediocridad. El mayor era Ngô-dinh-Khôi, más tarde nombrado gobernador de la muy significativa provincia de Quang-nam, en el límite con Danang, que los franceses llamaban Tourane. Provincia de revolucionarios y de grandes personas formadas. El primer ministro de la República socialista-comunista del Norte, Phamvân Dông, procede de Quang-nam, como el gran poeta patrio.
Mi hermano mayor estaba separado de mí por mi hermana Ngô-thi-Giao y dos hermanos que murieron pronto: Trae y Quynh, lo cual explica que entre nosotros hubiera poco contacto. Especialmente como adolescente estuve poco con mi hermano mayor, pues yo fui seminarista y más tarde estudiante en Roma, mientras que mi hermano mayor recorrió los diversos grados del mandarinado, desde el noveno grado hasta el primero como gobernador de la provincia. Esta carrera por los honores discurrió fuera de Hué, puesto que la tradición prohíbe a un mandarín ser administrador de su provincia natal.

Tras mi regreso a Vietnam y mi consagración sacerdotal estuvimos juntos más a menudo. Empecé a valorar a mi hermano, que, según costumbre vietnamita, pasó a ser nuestro segundo padre, que se ocupaba de nuestra madre y de sus hermanas y hermanos menores. En lo exterior era un hombre muy hermoso, muy crecido, era respetado y considerado como príncipe. Desposado con una hija del duque de Phuôc-môn, durante muchos años presidente del consejo de ministros, el político más influyente bajo el gobierno del último emperador de Annam, mi hermano ascendió los grados del mandarinado merced a méritos propios, y favorecido por los mandarines que fueron antiguos alumnos de mi padre, sin tener nada que agradecer a su suegro, que se guardó mucho de fomentarlo, pues Ngyên-hûn-Bû, duque de Phûoc-mon, antiguo alumno de mi padre y fomentado por él al comienzo de su carrera, sólo se preocupaba de sí mismo. Por eso murió solitario, con mi asistencia, siendo yo su ahijado, y yo lo llevé a la tumba, yo, que jamás recibí de mi padrino ni un único sapek [Sapek = pequeña moneda de valor ínfimo en Indochina].

La carrera de mandarín de mi hermano mayor terminó con una desgracia. El antiguo gobernador general, el Sr. Pasquier, si no me equivoco, estaba enfadado con el gobernador de Quang-man, que no se había personado en la estación próxima al lugar principal a presentarle sus honores (mi hermano no había sido informado de que el tren del gobernador iba a pasar por ahí). Se retiró dignamente, sin hacer inculpaciones, a nuestro pueblo Phû-cam. a dos pasos de la casa de nuestra familia. Terminó su carrera como un „cristiano“, enterrado „vivo con su único hijo“, porque se había negado a colaborar con los comunistas ateos que le habían ofrecido un puesto en el consejo de ministros.
Mi hermana mayor, Ngô-dinh-Giao, casada con Trûnog-dinh-Tung, era una mujer de carácter muy alegre, a la que le gustaban los chistes, las bromas inocentes. Esta apariencia externa ocultaba una profunda caridad.

Por eso Dios la hizo madre de cuatro religiosas, tres hermanas de la caridad de San Pablo y una misionera del amor a la cruz. Estas cuatro religiosas eran verdaderas religiosas, muy apreciadas por los obispos misioneros, que las tenían como colaboradoras, mujeres enérgicas y heroicas, que soportaron la extenuación y la muerte para obedecer a los obispos. Monseñor Seitz, obispo de Kontum, podría dar testimonio del elogio que acabo de hacer a dos de mis sobrinas, que lo apoyaron muy eficazmente durante la ocupación de Kontum por los rojos. La más joven de mis sobrinas en la orden murió a la llamada de la santidad en Francia, y reposa con sus hermanas de religión en la cripta que les pertenece en el gran cementerio de Nizza.

Mi hermana murió de tuberculosis, de la que se había contagiado al cuidar a mi suegro, que padecía de esta enfermedad. Es seguro que hay que agradecer a ella que su marido muriera como buen cristiano. Sólo Dios conoce sus actos de caridad, que ocultaba cuidadosamente, actos de caridad que hubieron de costarle caro, pues era viuda y no rica, con muchas bocas que alimentar.

Mi hermano Diêm fue único como cristiano y como autodidacto. Como yo no era su padre confesor, no pude emitirle un juicio basado en las confesiones sacramentales, pero desde fuera jamás observé en su conducta nada que fuera contra la ley de Dios. Seguro que tenía sus pequeñas debilidades, pequeños errores. Tenía que hacer enormes esfuerzos para contener sus arranques de cólera, él, que cumplía sus obligaciones estatales según el modelo del más estricto monje, a la vista la dejadez de los funcionarios que tenía subordinados. La virtud que en él sobresalía era la castidad: jamás una palabra inapropiada, jamás una mirada inapropiada, sus ojos nunca se posaron sobre una novela dudosa. Se contentaba con buenos libros. Su tiempo libre estaba consagrado a la formación. Autodidacto, sólo había asistido a lecciones regularmente durante algunos años con los hermanos de las escuelas cristianas, unas lecciones que estuvieron coronadas por el diploma complementario que consiguió con „maxima cum laude“ y las felicitaciones del jurado: a la edad de 16 años y temblando de fiebre durante el examen.

Conocía los caracteres chinos, y podía mantener correspondencia con los chinos y japoneses en el alfabeto chino. Tal vez exageraba cuando quería darse a entender, aunque conocía todos los matices del idioma francés. ¡Celo exagerado! ¡Exageración por culpa de la perfección! Su gran cama de campaña estaba rodeada de una empalizada de libros de todo tipo, pero siempre serios. Siendo aún un pequeño escolar, tenía una vela en su cama. Él mismo se levantaba por la mañana temprano, encendía su vela y comenzaba a aprender sus lecciones en la noche, a hacer sus deberes. Era siempre el primero, y el primero en todos los campos. Se necesitaba un hombre para llevarle su cosecha de coronas de laureles y sus grandes libros de oraciones al final de cada año escolar.
Jamás le vi perder el tiempo. Cuando se convirtió en gran mandarín, con un pago mejor, sus pasatiempos pasaron a ser la fotografía y la caza, pero estas distracciones inofensivas jamás perjudicaron sus horas de trabajo para el Estado.

Siendo seminarista, yo volvía a casa para los dos meses de verano y estaba junto con la familia, con mi padre, mi madre, mis hermanos y mis hermanas menores. Mi hermano mayor era pequeño mandarín fuera de Hué, mi hermana mayor no comía con nosotros, sino en la cocina, donde nos preparaba las comidas.
Durante estas vacaciones, mi hermano Diêm, cuando aún no era mandarín, se divertía obligando a mis dos hermanas menores y a mis dos hermanos menores a „jugar a la guerra“. Primero les pintaba con un trozo de corcho carbonizado bigotes sobre los labios, y los fusiles estaban hechos de la parte central de las grandes hojas de los plataneros. ¡Era muy cómico! Pero Diêm era muy serio, y dirigía esta pequeña armada, que constaba de dos pequeños soldados y dos pequeñas soldadas, y desfilaban con sus pies desnudos por el suelo: ¡uno-dos, uno-dos! ¡Ay del soldado distraído!: un golpe de sable en las posaderas lo llamaba de nuevo al orden. Pronto ocupó Diêm a sus hermanas con preparar un pequeño jardín.
Por la noche, después de la cena, todos los niños se ponían de rodillas sobre una estrada, y recitábamos nuestras oraciones vespertinas. Diêm se paseaba alrededor de la estrada, ¡y ay de aquel o de aquellos que estuvieran distraídos o cabecearan vencidos por el sueño! Una vez terminadas las oraciones, los niños se tumbaban sobre la estrada, y las niñas iban con su hermana mayor a dormir a la casa central. Pues la casa donde vivíamos constaba de tres edificios principales y el edificio central, una casa vietnamita, donde dormían las mujeres. El ala derecha era una casa de plantas, cuya planta de abajo la habitaba mi padre y la de arriba Diêm y yo. El ala izquierda comprendía el almacén de arroz y la cocina, donde dormían los sirvientes. Más alejada estaba la pocilga, y a ella se le sumaban los montones de heno. Teníamos un jardín muy grande, en el que crecían palmas de arequias, higueros, árboles de carambolas y ciruelos. Gracias a este jardín tan grande no nos divertíamos en la calle o con los demás. Sólo salíamos para la misa diaria y para ir a la escuela, y las niñas para ir al mercado.

Lo que acabo de decir sobre mi hermano Diêm, podría mover al lector a creer que mi hermano siempre era serio. ¡Nada más equivocado! Diêm era aquel de nosotros que tenía el sentido más agudo para las extravagancias de los demás. También era muy hábil a la hora de imitar el modo de andar y la voz de la gente, lo que hacía reír a uno. Nuestra tan benevolente madre no podía parar de reír, o mejor de sonreír, cuando Diêm, con un bastón en la mano, y totalmente encorvado, entraba e imitaba a su padrino, el médico Thuyên, e imitaba su manera de hablar. Era desternillantemente cómico. En ello era un auténtico vietnamita, que, al igual que el francés, es el burlón nato, pero un burlón inofensivo, hábil en observar e imitar las extravagancias de los demás.
El niño que vino después de Diêm fue mi pequeña hermana Hiêp. Ella fue la más tierna de la familia, la más piadosa y también la más paciente. Era tan hermosa como una Madonna. Todos la querían. Ella fue la que quitó trabajo a nuestra madre, ocupándose de los últimos en nacer: Cân y Luyên. Los llevaba, les daba el biberón, los mecía en la cuna de mimbre, en la que habían dormido todos los pequeños Ngô-dinh. Esta cuna colgaba de una larga soga del techo de madera de la casa central. Desde la cuna, el niño podía ver una gran imagen del Padre eterno, que estaba clavada en el tabique que separaba la alcoba de nuestra madre, en la que habían nacido todos los pequeños Ngôs. Allí se encontraba también el armario con las mermeladas de todo tipo que mamá había preparado, así como el vino de moras salvajes, frutas que nos ofrecían todos los años los hombres de nuestro pueblo natal en Quâng-Binh, una provincia al norte de Hué, de la que esta ciudad está separada por la provincia de Quâng-tri.

Aquí tengo que intercalar algo para explicar una tradición sui generis de Vietnam.

Todos mis hermanos, igual que yo, nacieron en Hué, que es la capital mística de Annam y el lugar principal de la pequeña provincia de Thûa-Thiên, pero todos nosotros somos ciudadanos del pueblo de Dai-phong, donde vivieron nuestros antecesores del norte, es decir, de Thanh-hûa y Tonkin. En Dai-phong se encuentran sus tumbas. En la gran casa comunitaria, se encuentran los registros que contienen los nombres de todos los hombres inscritos en el pueblo. En la gran casa comunitaria, que es también el templo, se encuentran las tablillas de los genios protectores del pueblo, protectores que el emperador había concedido a cada pueblo. Estos protectores, de modo análogo a los santos, los protectores de las ciudades en tierras cristianas, son seleccionados de entre los héroes, generales o grandes letrados y grandes mandarines vietnamitas. En la casa comunitaria se reunía el consejo del pueblo. Esta casa de Dai-phong era conocida por sus poderosas y muy altas columnas.

Una vez, antes de que Vietnam Central estuviera muy poblada, algunos pioneros, bajo la dirección de un caudillo, abandonaron su pueblo de procedencia para emigrar a otras tierras, donde había espacio y tierras fértiles. Una vez llegados al lugar que ofrecía estas ventajas, se emprendía la distribución de la tierra, en correspondencia con el número de los pioneros. El caudillo recibía una parte mayor para compensar sus tareas y su iniciativa. Cada pionero repartía su parcela entre sus hijos, y así sucesivamente, hasta que estas parcelas ya no bastaban para alimentar a sus propietarios. Entonces, como hacen las abejas, se separaba un enjambre de la colmena madre y fundaba en otra parte otro pueblo. Todo esto explica la relación entre los habitantes de los pueblos y las personas que procedían del pueblo y vivían en otra parte. Exactamente igual que nuestro padre, que abandonó Dai-phong para establecerse en Hué, pero que siempre conservó su parcela de arroz en Dai-phong.
El sacrificó los ingresos que obtenía de ella para apoyar la escuela católica del pueblo y para mantener las tumbas de nuestros antepasados. Nuestro pueblo se halla en la comarca que se llamaba „Las dos subprefecturas“, en vietnamita: Hai huyên, conocida por la fertilidad de sus campos de arroz. La provincia de Quang-Binh era conocida por haber dado grandes ciudadanos a la patria, a quienes estaban confiadas la profundidad de sus ríos y la altura de sus montañas.


* * *

 
(c) 2004-2018 brainsquad.de